Olvido.1989 |
Rolando Lois pinta robustas naturalezas muertas, escenas campesinas en
las que las figuras parecen surgir del entorno más que habitarlo, atisbos de
barrio, pero recorriendo su obra no puede dejar de verificarse su amor por el
paisaje, campestre o marino, pero sobre todo por los cielos que le dan a
cualquier cosa que ocurra bajo ellos una definición profunda, un espíritu
denso, casi una subordinación a su particular carácter. Y no es aventurado
conjeturar que esas presencias siempre móviles, en perpetua mutación, ese
universo de incesantes sugerencias, es en definitiva el elemento donde debe
buscarse la clave de esta pintura encarada con tanta claridad, con tanta
necesidad de asumir un lenguaje que transmitiera su amor por las cosas, su
espíritu sensible, su ojo ansioso y apasionado. A Rolando Lois lo enamoran los
cielos, los mira –y los pinta- llenos de mensajes, de alusiones, de contenidos,
lo que en primera instancia parecería imposible dada su fugacidad, su materia
cambiante, su color mutante. Pero eso es, se me ocurre, lo que busca detener,
fijar, cristalizar el pintor en sus paisajes. Luego todo parecerá estar
condicionado por esa presencia ambigua y huidiza, desde las figuras hasta todo
lo que aparezca en la tierra o sobre el agua –un embarcadero, una hondonada, un
rancho de piedra, la ochava de una esquina barriera, la furia de una tormenta
marina o los espectros de tres o cuatro árboles secos- como si le fuera fatal
al pintor que así fuera. El arte
–decía Van Gogh- es el hombre agregado a
la naturaleza. Y de esa amalgama, más que de cualquier otra razón
intelectual, surgen pinturas como la de Rolando Lois y cielos como los suyos,
tan comprometidos con el pintor, tan definitorios de su personalidad. El color,
generalmente bajo, asordinado, melancólico, ensimismado no hace más que
corroborar ese espíritu, tanto como el ascetismo de su dibujo.
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