Laburantes del río

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domingo, 23 de abril de 2017

Rolando Lois. La condición sensible por Manuel Madrid (La Actualidad Arte y Cultura, 1994)

La pintura de Lois es deliberadamente apagada y de tintes sobrios, aflora en ella cierto humor ácido y un dejo de melancolía que recuerda, por momentos, la obra de Gutiérrez Solana, y cierto goyesquismo en lo temático.
Hay en su obra seres desesperanzados y desamparados, paisajes plenos de silencio y extraña quietud, niños en actitud de espera, naufragios de la vida y el mar que recorren el mundo en permanente zozobra, heridos por los embates del paso del tiempo y el desequilibrio de la justicia humana.
El artista rescata la condición humana y sus avatares, la felicidad, la nostalgia de los tiempos florecidos, de las viejas casonas de barrio, la historia de sus puentes y sus recovecos, como la instancia sensible y delicada que maneja un tiempo a veces atroz, adormilado en el follaje de los árboles batidos por el viento, y en la gran llanura que se expande en las cuatro direcciones, marcando recónditos mitos y demarcaciones extrañas, siempre caras al sentimiento.
Lois puede ser visto como un artista preocupado por lo social del hombre y su trabajo, pero que incorpora a esa visión la intimidad poética de las grandes soledades, y los miedos inquietos, el perfume sencillo de la vida y de los rincones que habitan en sus personajes.
Su materia es rica y sensible, en ciertos trabajos adquiere ese valor táctil que hace que una pintura parece tocarse y sentirse con la yema de los dedos, en un verdadero ritual de acercamiento. Recordamos entre esas, La muerte del violín, un instrumento aparece desgajado y abandonado en un primer plano, que se esfuma hacia atrás y adentro del cuadro en un significativo y otoñal paisaje.
Otro tanto ocurre con sus bodegones, plenamente matéricos, que en alguno destaca el amarillo vivo de un trozo de zapallo y un pescado, sobre la mesa rústica, en las que avanzan las gamas bajas y apagadas de las que gusta el artista.

Lois es un pintor que le conmueve el silencio, a quien no le gusta apropiarse de desmesuras, y si lo humilde y sencillo, que aparece como componente de la vida cotidiana a la que agrega una sabia dosis de ternura.

Rolando Lois por Osiris Chiérico (La actualidad en el arte, 1991)

Olvido.1989
Rolando Lois pinta robustas naturalezas muertas, escenas campesinas en las que las figuras parecen surgir del entorno más que habitarlo, atisbos de barrio, pero recorriendo su obra no puede dejar de verificarse su amor por el paisaje, campestre o marino, pero sobre todo por los cielos que le dan a cualquier cosa que ocurra bajo ellos una definición profunda, un espíritu denso, casi una subordinación a su particular carácter. Y no es aventurado conjeturar que esas presencias siempre móviles, en perpetua mutación, ese universo de incesantes sugerencias, es en definitiva el elemento donde debe buscarse la clave de esta pintura encarada con tanta claridad, con tanta necesidad de asumir un lenguaje que transmitiera su amor por las cosas, su espíritu sensible, su ojo ansioso y apasionado. A Rolando Lois lo enamoran los cielos, los mira –y los pinta- llenos de mensajes, de alusiones, de contenidos, lo que en primera instancia parecería imposible dada su fugacidad, su materia cambiante, su color mutante. Pero eso es, se me ocurre, lo que busca detener, fijar, cristalizar el pintor en sus paisajes. Luego todo parecerá estar condicionado por esa presencia ambigua y huidiza, desde las figuras hasta todo lo que aparezca en la tierra o sobre el agua –un embarcadero, una hondonada, un rancho de piedra, la ochava de una esquina barriera, la furia de una tormenta marina o los espectros de tres o cuatro árboles secos- como si le fuera fatal al pintor que así fuera. El arte –decía Van Gogh- es el hombre agregado a la naturaleza. Y de esa amalgama, más que de cualquier otra razón intelectual, surgen pinturas como la de Rolando Lois y cielos como los suyos, tan comprometidos con el pintor, tan definitorios de su personalidad. El color, generalmente bajo, asordinado, melancólico, ensimismado no hace más que corroborar ese espíritu, tanto como el ascetismo de su dibujo.